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LA VISITA
Quién diría que aquella mujer tan temida, de rostro blanco marfil, llegaría junto al arco iris como un alivio tras la lluvia. Se quedó apoyada contra un mueble, alejada de mi cama, y, por ende, también de mí. Me observaba cálida desde un rincón verde, y sin acercarse la sentí muy cerca, soplándome suave, muy suave en los pulmones, un aire rojo entrecortado.
Le supliqué que me llevase con ella, y, para mi sorpresa, se avecinó en ella una sonrisa rosada con destellos de oro. Así como se vino, se fue sin mí, por el marrón de la ventana.

Pasaron horas de asfixia en los que me volví turquesa con dicha ausencia, turquesa en mi presencia, y turquesa con todo aquello que vivía encerrado en mi pecho, que se entreabría y dilataba, como si no estuviese muerta.
Por la puerta entró otra mujer, con menos calma en el rostro que la primera. Me dijo, empapada de un gris tenue en su coraza, que me hiciera al menos una nebulización hasta que el médico llegara. Yo me negué a cooperar, jorobada y hastiada de tantas frazadas. Entre el violeta ciclamen y los párpados pesados, sólo pude emitir las siguientes palabras:
“Dejá que me encuentre mal, mamá, que ya no quiero tapar lo que me pasa.”